No podría ser casualidad que el fútbol peruano empezara su triste y prolongado declive en 1985. Total, por esos años, todo parecía irse al diablo en este país. Así como los goles que se devoró el ‘Chevo’ Acasuzo en esa repesca con Chile que terminó de sacarnos de México 86, por esos años la esperanza era algo que se nos escurría de las manos.

Se juega como se vive, y si se vive mal, jugar se vuelve algo complicado. Debe existir, entonces, algún grado de correlación entre la situación general de un país y el rendimiento de sus selecciones deportivas. Con eso en mente, es posible entender por qué las eliminatorias para Italia 90 y Estados Unidos 94 terminaron para el Perú en sendos desastres y también por qué luego de Seúl 88 el vóley peruano nunca volvió a ser el mismo. Pero los años pasaron y, en concreto, el fútbol se nos empezó a volver un acertijo cada vez más difícil de resolver. El país empezaba a cambiar, pero la selección seguía siendo la misma fuente cotidiana de frustraciones. La digna campaña de la eliminatoria a Francia 98 fue la excepción que confirmó una regla que ya lleva vigentes más de tres décadas y que recién ahora estamos cerca de romper.

¿Por qué llegar al Mundial se nos hace una tarea titánica, casi imposible? Partamos conviniendo que nuestra primera dificultad es de origen: Sudamérica tiene la eliminatoria más pareja y dura del mundo. Clasificar al Mundial nunca ha sido fácil en esta parte del mundo. La razón pura nos indica que no deberíamos dramatizar tanto, pero no lo podemos evitar. Es fútbol, así que la razón pura no juega. Así que, puestos a pensar en ello, en lugar de ensayar explicaciones, optamos por lo más fácil: buscamos culpables. Fuimos desde los más obvios –técnicos ineptos, jugadores poco comprometidos, dirigentes corruptos–hasta el nivel de las conspiraciones complejas –los árbitros, el peso dirigencial de los rivales, la prensa, la FIFA…–. Tanto nos cuesta liberarnos de ese reflejo que en esta campaña también empezamos a gritar robo porque Infantino viajó a Buenos Aires en la víspera del partido de la Bombonera. Y eso que la FIFA nos dio tres puntos en mesa.

La lista de responsables sigue: también señalamos al estadio y barajamos más de una vez la posibilidad de llevar a nuestros rivales al Cusco. Acusamos a la tribuna, presuntamente llena de turistas que no alientan lo suficiente. Puestos a buscar culpables, hubo incluso quien señaló al himno nacional, que supuestamente no transmite lo necesario para salir a comerse la cancha y a los rivales. Así, fuimos elevando la apuesta y convirtiendo el problema en un asunto casi mágico-religioso. Buscamos héroes llegados de tierra lejanas, pedimos respeto para Lapadula y lapidamos a Pizarro. Todos caímos un poco en eso, incluso cuando acusamos a algún amigo de no seguir la cábala ganadora o nos negamos a ver el partido con él, porque resulta que él –justo él– es el ‘salado’.

En fin, la crisis de resultados de la blanquirroja derivó en una generalizada caza de brujas a la que se sumó la inmensa mayoría del país futbolero. En comparación, muy pocos fueron los que se tomaron el trabajo de buscar explicaciones en el lugar más complicado: dentro de nosotros mismos. Si en verdad el fútbol es reflejo de los puntos fuertes y débiles de una sociedad, ¿por qué en el Perú no mejoraba al mismo ritmo del PBI, el ‘boom’ inmobiliario y la reducción de la pobreza? ¿Por qué ahora hay tantas 4×4 de lujo en las calles de Lima, pero nuestro balompié sigue siendo un Tico, una combi asesina, un vetusto taxi de timón cambiado? No es que la premisa sea errónea, sino todo lo contrario: el fútbol nos retrata demasiado bien. Nos refleja a un nivel mucho más profundo, uno donde la informalidad, el escaso respeto por la normas y el cortoplacismo todavía nos lastran feamente. En institucionalidad, estamos más cerca de la Copa Perú que de la Champions League. Lamento informarles.

Admito que todo esto puede leerse como un manifiesto sumamente pesimista y pinchaglobos en el peor momento. Pero en realidad es lo contrario. Es una proclama optimista. La clasificación al Mundial nos podría mostrar un camino de luz. La campaña de los chicos de Gareca nos puede dar algunas importantes lecciones. Por una vez, la sociedad podría ser reflejo de su fútbol, y no al revés. Solo hay que elegir los modelos adecuados.

Hace ya un par de décadas, César Luis Menotti se refirió así de la selección española: “Es un equipo que tiene que decidir si es toro o torero”. En ese tiempo todavía se hablaba de la ‘furia española’, una amalgama extraña que aludía más a la fuerza y al empuje que a la calidad y el talento. De la mano de una generación excepcional, España finalmente escogió: se hizo torero. Y así ganó dos Eurocopas y una Copa del Mundo. Ahora, de la furia solo hablan algunos comentaristas radiales peruanos que en más de un sentido se han quedado anclados en los ochentas.

Sería bueno que Perú se plantee una cuestión similar, pero al revés. Durante muchos años, nos creímos toreros. ¿Y si no asumimos como toros: un equipo donde no abunda el talento, pero sí el pundonor, el esfuerzo, la fuerza y el trabajo duro? Un grupo que no juega como nunca, pero gana más seguido que antes. Y, sobre todo, que no se rinde jamás. De hecho, ya lo estamos haciendo. Aunque sea a regañadientes.

Podemos plantear el dilema en otros términos: ¿Quién es el jugador que mejor representa a la selección peruana? Nos gustaría creer que es Paolo Guerrero, un talento enorme y natural, uno de los mejores del mundo en su puesto. Ciertamente, Paolo reúne algunas características importantes. Pero quien mejor representa lo que debería ser Perú es su lateral derecho: Aldo Corzo, considerado por buena parte de la crítica como el punto más débil del equipo, el primer candidato a ser cambiado. El objetivo predilecto de los técnicos rivales, que indefectiblemente cargan sobre su banda la mayor parte de los ataques.

Como seguramente puede corroborar cualquier observador medianamente entendido, a Corzo no le sobra una gota de talento. Él mismo lo tiene asumido, como ha reconocido en varias entrevistas a lo largo de estos meses. Pero justamente esa consciencia de sus limitaciones es su principal fortaleza: como no le sobra nada, se preocupa mucho por estar siempre a punto físicamente y tácticamente es de lo más aplicado que hay. Finalmente, está dispuesto a poner la cara frente ante los toperoles levantados del rival, como quedó claro contra Colombia en la jugada que desencadenó el tiro libre que nos dio el empate. No es poca cosa. A ese gesto de bravura le debemos el estar ahora pensando en Nueva Zelanda.

A juzgar por lo que ha logrado en la selección, Gareca ha avanzado mucho en esa dirección: la selección peruana es un cuadro solidario y esforzado, que defiende con rigor y no juega con nombres, sino con hombres. Es un cuadro construido a imagen y semejanza de su lateral derecho. Algo similar se puede decir de la FPF, que finalmente parece navegar con el norte puesto en el largo plazo. Nunca se planteó la clasificación a Rusia como un objetivo. Y está punto de llegar. Así también es el fútbol.

Corzo marca el norte de Perú. Falta que el resto de nosotros sigamos el ejemplo.