Hay una expresión que sintetiza la espiral de mediocridad en la que está sumido hace buen tiempo el fútbol sudamericano: sacar adelante el partido. Se dice respecto a los árbitros, como si su función fuera dosificar de una manera supuestamente razonable las patadas que se reparten en el campo, y no simplemente aplicar el reglamento, que señala con meridiana claridad qué cosa es foul y qué cosa no. El árbitro sacapartidos se opone al reglamentarista, una especie ya extinta en Sudamérica, como si para un juez seguir las normas fuera una decisión, una cuestión de escuelas o de ideologías. Para el sacapartidos, el reglamento es solo una herramienta más; es un permanente interpretador auténtico de la International Board, y como tal es impredecible. Uno nunca sabe si va a sacar la tarjeta amarilla, va a preferir la advertencia verbal o el siga-siga; menos, cuál es su criterio para sacar la roja. Es más: ante faltas similares toma distintas decisiones. Y a todo esto le agrega una regla adicional: la llamada ley de la compensación.
Su propósito, muchas veces celebrado y elogiado por cierta crítica especializada, no es impartir justicia dentro de la cancha, sino cuidar el espectáculo –o, quizás, evitar que los jugadores lo maten por ser demasiado estricto. Está demás decir que, si lo que quiere hacer el fútbol algo más agradable de verse, no lo consigue. El resultado suele ser todo lo contrario: recitales de patadas, codazos y rodillazos repartidos con creciente impunidad, como los que se vieron en la Copa América, un torneo de arbitrajes francamente lamentables.

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«Esto es América y acá se juega así», le contestó el árbitro mexicano Roberto García Orozco a Lio Messi le increpó porque dejaba que le pegaran tanto durante el partido Argentina-Colombia, según cuenta una crónica del diario español El País. No tiene por qué ser así. Si Sudamérica se vanagloria de ser cuna de grandes talentos futbolísticos, ¿por qué se resigna a que su torneo continental se parezca cada vez más una competencia de vale todo? Permitir el juego fuerte por encima del reglamento atenta contra el espectáculo, básicamente porque los principales receptores de las agresiones son los jugadores más talentosos, las estrellas, que en lugar de dedicarse a hacer lo que mejor saben se pasan la mitad del tiempo en el suelo y la otra mitad, cuidándose de las agresiones. Casi irremediablemente terminan fuera de sí, y a veces lesionados. El resultado es partidos intensos, emocionantes sin duda, pero en general con poca calidad.

No se trata de negar que las infracciones son parte del juego, y muchas veces son inevitables. Pero sí se debe impedir que la falta sistemática y el antifútbol se conviertan en parte integral de una estrategia de juego. Tampoco deberían permitirse la repetición de faltas y las provocaciones orientada a sacar de quicio a un jugador rival. Los árbitros deberían estar pendientes de estas prácticas, que han sido recurrentes en la Copa, y hacer lo que supuestamente es su función: aplicar el reglamento.
En fin, deberían. Pero qué podemos esperar, si los jerarcas históricos de la Conmebol están ahora mismo presos, prófugos o con arresto domiciliario, acusados por la justicia de Estados Unidos de formar parte de una red de corrupción y sobornos. Es decir, lo que todo el mundo sabía.
Una mirada benévola nos llevaría a pensar que los árbitros simplemente son malos. Otra, un poco más descreída, a decir que en realidad son la cara visible de una podredumbre mayor.
Que cada quién se quede con la idea que más le reconforte.
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