Por Jaime Cordero

El fútbol está lleno de preguntas que no tienen sentido, pero igual se hacen. Como cuando acaba un partido cualquiera y el reportero a pie de campo se acerca al jugador que le queda más cerca y le pregunta: «¿contento con el triunfo?» O como cuando los expertos debaten: «¿es Pelé mejor que Maradona?», «¿Es Messi mejor que los dos?» No hay respuesta que realmente valga la pena para cuestiones así. El jugador, todavía jadeante, contestará que sí, que está satisfecho y balbuceará algunas fórmulas de compromiso para elogiar a su rival y señalar que ya está pensando en el próximo partido. Los expertos (los de verdad y los de mentira) podrán argumentar de miles de maneras sobre quién es a su entender el mejor de la historia y dará lo mismo porque el veredicto nunca será concluyente. Es la pregunta por llenar un vacío. Es la discusión por el mero afán de discutir. Es discrepancia por gusto.

La historia es un término intimidante. Es demasiado grande, demasiado larga, demasiado compleja. Incluso la historia del fútbol, que no llega al siglo y medio, es ya demasiado amplia como para tolerar bien las chapas concluyentes. Si incluso en la medio pobretona historia del fútbol peruano hay quienes señalan que Pedrito Ruiz era más grande que Cubillas, hay que imaginarse la que se puede armar cuando nos ponemos a discutir quién es el mejor de la historia del fútbol mundial. En un mundo pragmático esos debates deberían estar proscritos, porque no hacen más que perder horas-hombre. ¿Pero qué sería del mundo sin motivos para perder el tiempo? Ahí estaríamos, discutiendo eternamente sobre política y otros temas que tampoco tienen solución.

Valga entonces, perder un rato el tiempo argumentando por qué Messi es el mejor de la historia. Y, también, por qué no lo es, al menos no todavía.

Santiago Segurola, el mejor cronista deportivo en lengua castellana de la actualidad, definió hace unos años a Messi con estas palabras: «es Maradona todos los días». Ciertamente, la constancia juega a su favor cuando se hace la comparación entre ambos argentinos. Messi ha hecho del máximo nivel su nivel habitual, al punto que si no hace dos goles en un partido nos sabe a poco. Y el espectáculo se repite una o dos veces por semana. El despliegue mediático nos permite ver todas sus actuaciones y Messi es generoso con su talento. Es un genio cohererente con estos tiempos de gratificación inmediata en los que ídolos se crean y pasan al olvido en cuestión de pocas semanas. Basta con que se pase tres partidos seguidos sin marcar para que en las noticias es empiece a sugerir que ha empezado su declive. En consecuencia, no se guarda para las ocasiones importantes ni para los choques decisivos, siempre es igual de contundente. Para Messi (pero también para Cristiano, para Neymar, o para cualquier otro que aspire a la categoría de superestrella) el gol es la única garantía de vigencia. Y la vigencia en el fútbol actual se mide por semanas, ya no por temporadas.

Messi es técnicamente irreprochable: ha refinado el arte de la definición y puede jugar en los tres puestos de la delantera sin que ello resienta su rendimiento. Tiene velocidad, gambeta corta, define con los dos perfiles, es explosivo o sutil según requiera la jugada y tiene un instinto infalible que lo lleva a estar siempre en el punto donde llegará la pelota. Incluso cabecea cuando se presenta la oportunidad, que no es muy seguido. Ya entrando en la madurez, ha revelado otra faceta que podía intuirse en él desde antes pero ahora es cada vez más patente: no tiene problemas en jugar por detrás de los puntas y sacrificar (solo un poco) su estadística goleadora, a cambio de asistir a sus compañeros. Con eso, ha contribuido aun más a perfilarse como un futbolista completo. Pero claro, eso puede ocurrir cuando «los de arriba» son Neymar Jr. y Luis Suárez, nada menos. Jugadores que, valgan verdades, pueden vivir tranquilamente sin Messi, y lo han demostrado.

Los cuestionamientos hacia la grandeza de la pulga vienen justamente por ese lado. Porque si en el Barcelona es el solista estrella, no cabe duda de que forma parte de una orquesta de máximo lujo. Pero en su selección no ocurre lo mismo. Él toca su instrumento con la maestría habitual, pero la orquesta desafina. Y no es cualquier selección: es Argentina. Allí, también, le acompañan jugadores de gran cartel. Con menos, Maradona llevó a su selección a un campeonato del mundo y una final en torneos consecutivos. Diego tenía menos argumentos técnicos y era, ciertamente, menos regular que Lionel, pero sabía aparecer cuando su selección lo necesitaba. En un deporte colectivo, la excelencia individual también tiene que ver con cuánto de tu genialidad puedes insuflar a tus compañeros.

Pelé, el tercero en disputa, era un portento físico adelantado a su tiempo. Técnicamente era completísimo y destacaba como el mejor en equipos repletos de superdotados. Sus logros como jugador de club no son homologables a los estándares actuales, pero basta con decir que ganó todo lo que jugó. Concentraba en el mismo empaque las mejores virtudes de Messi y de Maradona, pero también hay que decir que la oposición que enfrentaba era ciertamente más débil. ¿Cuántos partidos de máxima exigencia tiene que jugar Messi en una temporada? Cerca de 40, si se suman los de la Champions League, los enfrentamientos con los equipos de punta en la Liga, las fases decisivas de la Copa del Rey y los compromisos con su selección. Ni Pelé ni Maradona enfrentaron un trajín similar.

Messi es el mejor de una época hipercompetitiva e hipercomunicada, que lo observa en HD, lo analice con catorce tiros de cámara, lo descuartiza y lo vuelve a armar en las redes sociales. A Pelé lo beneficia lo contrario: el prestigio sólido de lo vintage y cierto aire mítico que los ídolos actuales difícilmente podrán replicar. Ganó la chapa de leyenda cuando esas no las regalaban y esos títulos nobiliarios no se retiran ni se cuestionan, se aceptan como se acepta la autoridad de los padres. Maradona tiene un pie puesto en cada orilla. Los tres fueron enormes. El orden de mérito no altera el producto. Pero que viva la discusión.